Lo peor es hacer balance y darte cuenta
de que la mejor decisión habría sido nunca llegar a donde estoy.
Nunca llegar, sin más.
Nunca haber venido.
Y no poder hacer nada para evitarlo, porque no fue mi decisión.
Y no poder hacer nada para cambiarlo, porque nunca tuve coraje.
Y limitarme a ver esas caras de decepción a mi lado, y preguntarme...
Si en algún instante de tu vida
me llegaste a querer. O al menos a no odiarme.
Lo peor de hacer balance es darme cuenta de que te arrepientes,
pero ya es tarde. Y me culpas por todo. Necio.
Cuando te das cuenta de que el mundo se te cae encima. Y pesa. Pesa tanto que te duele la espalda, los pies. Se hunden las huellas en el camino, y no puedes levantarte. Tiemblan los músculos y aunque quieres levantarte sigues bajando. Frunces el ceño. Te concentras. Quieres levantarte.
Y aceptas que no tienes fuerzas. Ya es un paso.
El siguiente, obviar el dolor. El peso que abruma.
Y soltarlo. Dejarlo caer, a un lado. Ver que los problemas ruedan hacia donde tú quieras, cuando aceptas que tu fuerza es finita y no puedes con todo.
Agarrar el coraje, la valentía. Acercarse sólo a quien te quiere. Y no a quien te debería querer.
Ahí se empieza a tener fuerza para levantar cualquier muro.
Y desaparecer.
Ese es el último paso, y el más importante.
En un mundo de perfectos
los imperfectos somos discapacitados sociales
con la esperanza de nunca haber venido.
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